miércoles, 20 de julio de 2011

Un cuento de mi cosecha: La inundacion

El sol aún no había nacido es día, pero ya se sentía el movimiento de la gente en la casona
de tambo. En medio
del frío y los sonidos mañaneros de las gallinas, los esposos conversaban en la cocina.
Ella, de pie delante del
ordenado fogón, con hábiles aplausos moldeaba las tortillas en sus manos y las ponía en
la paila llena hasta la
mitad con aceite caliente; él, sentado a la mesa, la observaba y saboreaba su café
tinto, endulzado con poca
raspadura, como lo toman los hombres de montaña.
Ella era mestiza y zamba, criada en la costa y aún seguía usando las cotonas multicolores
 que le dejara
su abuela india para estar en casa y a veces hasta para ir de visita, pero nunca para ir a misa.
Se veía un
 poco rara, con su cabello increíblemente rizado, salvaje y al viento y su indumentaria autóctona.
Era también
heredera de los conocimientos ocultos de la bisabuela africana y de sus cartas de adivinar.
Pero guardaba
todas estas cosas en su corazón. La gente teme lo que no entiende, y destruye lo que teme.
Él, de piel  dorada y ojos color de la miel, era devoto católico y gran trabajador.
Tenía vacas y caballos
y en su casa nunca faltaba nada de comer. Había sacos de frijoles y arroz, y la
carne seca colgaba siempre
sobre el fogón. Era un hombre áspero, callado y caballeroso a toda prueba.
Sin embargo, tenía un corazón
tierno, que sólo descubría ante su mujer, cuando estaban a solas. A veces sus
costumbres  le daban
curiosidad y, en secreto, un poco de miedo, pero confiaba ciegamente en ella.
Era su amuleto de la
buena suerte, su estrella, su guía, su amor.
-Hoy me llevo al niño al monte. No quiero que se acostumbre  a estar
en la casa revuelto con
este mujererío, dijo él mientras buscaba la lima para comenzar a
afilar el machete. 
Tenían otras tres hijas pero el niño era su orgullo. Había llegado una
mañana de mucha lluvia y
su padre se asombró al ver que la mirada atenta del recién nacido se posaba
en una rendija de la pared


por donde se colaba un rayito de luz. Era un niño muy especial, con su atención
 puesta siempre
en la naturaleza y ensimismado en sus observaciones del mundo.
Ella puso la última tortilla en la paila, reservando los almojábanos para cuando
las niñas despertaran.
Tomó la totuma ya vacía que había dejado su esposo sobre la mesa y, como todas
las mañanas, observó
atentamente los restos del líquido que se deslizaban por el fondo del recipiente.
No le gustó lo que vio.
–Hoy no te lo lleves.  Mejor otro día, cuando pasen las lluvias.  Déjalo dormir un  rato más.
El niño llegó a la cocina bañado y vestido. Su padre le amarró los zapatos
y le acomodó los botones
 de la camisa.
-No te asustes. Acuérdate que tengo el escapulario de la Virgen de Guadalupe
que me diste. Se lo pongo
al muchachito y  ya, no le va a pasar nada.
Ella recordó la primera vez que él la llevó a la iglesia. No iba desde que la
 bautizaron. Fue cuando
reconoció con gran regocijo a su querida Madre, La Reina del Cielo, la del
poder sobre la Vida y la
Muerte, allá, en el altar. Desde entonces no se perdió una misa, occidentalizó
un poco su aspecto
 para salir, y procuraba tener imágenes de la Virgen por todas partes.
 El recuerdo se escabulló
entre la neblina que envolvía la casa y sus ojos brillaron como las brasas
del fogón al
amanecer. “Sí, es cierto, nada les va a pasar si van protegidos por mi Madrecita”. Y sonrió.
Padre e hijo salieron de la casa y comenzaron a caminar.
-¿Para dónde vamos, papá?. 
-Para la finca del otro lado del río.  Quiero ayudarle al peón a reparar la cerca antes
de que el ganado
se empiece a salir y se pierda. 
Siguieron caminando en silencio, ambos absortos en sus propios pensamientos.
El niño admiraba el
brillante espectáculo del sol que, al salir, le daba tonos dorados y rojizos a la cumbre
del viejo
 volcán, en cuyas laderas se encontraban. Su madre siempre le decía que ese monte
era en realidad
un dragón dormido y esa mañana cristalina se veía tan cercano que él sintió ganas
de tirarle una
piedra para ver si se despertaba.  Después de un rato de caminar fueron entrando
en una selva
milenaria, del color del jade antiguo, sustentada por un río caudaloso, el cual tendrían
que cruzar para
llegar al lugar donde estaba el ganado. 
No muy lejos, un gato de montaña escuchó el ruido de pasos humanos y se escondió. 
Cuando el hombre
 y su cachorro pasaron, él los siguió a prudente distancia. No los quería perder pero tampoco
quería descubrir su presencia. “Los humanos pueden ser peligrosos”. Y los siguió
a través de la espesa
selva mientras sus ojos brillaban como brasas.
El padre no pudo evitar sentirse intranquilo al percibir que alguien lo vigilaba.
Recordó las emboscadas
de los cholos guerrilleros en los no lejanos tiempos de la guerra, y aunque ya las cosas
se habían
tranquilizado, se aseguró de tener el machete en su lugar. 
 -No te me alejes, mi ‘jito-, le dijo al niño
 tomándolo de la mano y  las palabras de su esposa se presentaron en su mente. 
 En ese momento
comenzó a lloviznar.
El río normalmente bajaba en espumoso torrente desde la cumbre de la cordillera
y le daba vida a la
 efervescente fauna y flora que deleitaban los ojos del niño. Frondosos árboles
 se levantaban
en ambas orillas, entrelazando sus ramas sobre el agua y formando una espesa
cúpula de verdor que
dejaba caer bejucos con hojas exóticas. Pero el padre no puso atención a tanta belleza.
 Le extrañó
 que el caudal del río hubiese bajado y sobre todo en temporada de lluvia.
Las piedras que
normalmente estaban sumergidas en la orilla hoy podían verse.  Cargó al niño
en sus brazos y caminó
por un frágil zarzo.  La lluvia arreció y el hombre apuró el paso. Con rapidez,
llegó a la otra
orilla, caminó un trecho en que la selva se convertía en llano y se
dirigió al cobertizo de las
 vacas, a encontrarse con el peón. Poco después empezó a escampar.
El gato de montaña subió a un árbol en la orilla del río y cruzó al otro
lado por las ramas que
 se entrelazaban, bajó por el tronco de otro árbol, se escondió entre las raíces y las plantas de
 la orilla, se hizo invisible entre ellos, y esperó.

A media tarde, después de haber trabajado sin descanso, el peón y
el patrón terminaron la
 tarea mientras el niño estudiaba caminos de arrieras, hurgaba sapos
con un palo para verlos
saltar y perseguía libélulas. Luego todos comieron el almuerzo envuelto
 en hojas de bijao.
-Tenga cuidado al regreso, Don, me dijeron que el río hizo un embalse
 más arriba con el último
aguacero y en cualquier momento se nos viene encima una cabeza de agua
cuando se rompa el dique.
-Me lo imaginé, cuando vi el río tan bajo esta mañana.
El patrón le dio algunas instrucciones al peón y, finalmente, se despidieron.
El niño y su padre caminaron apurados para cruzar cuanto antes el río. 
Al llegar, comenzó a llover
 con fuerza y el padre dudaba en cruzar por el zarzo. De repente escucharon
 un fuerte ruido
de piedras y palos arrastrados por la corriente y vieron a lo lejos una ola inmensa,
bajando por
el cauce del río. No tenían tiempo de regresar y, si no cruzaban pronto,
la corriente se los
iba a llevar. El padre decidió no usar el endeble puente, por estar demasiado
cerca del agua, sino
cruzar por la cúpula de ramas sobre el río y le dijo a su hijo que subiera él primero.
El chiquillo
obedeció y comenzó a trepar por el resbaladizo tronco. El padre lo siguió, y
 justo a tiempo, porque
cuando estaban a la mitad, exactamente sobre el río, pasó demoledora
 la cabeza de agua
más grande que el hombre hubiera visto en su vida. Palos y piedras se
abalanzaban debajo
de ellos a una velocidad asombrosa haciendo un ruido infernal. Lo que
más impresionó al niño
fue la limpieza  y verdor del agua delante de la ola en contraste con
el sucio color marrón
que arrastraba la misma. La visión fascinante lo hizo perder el equilibrio
y quedó colgando
de una frágil rama que a duras penas lo sostenía.
El gato de montaña saltó de entre la espesa cúpula de vegetación y con sus
 mandíbulas sujetó
al niño por el cuello de la camisa. Antes de que el padre pudiera sacar el
machete, el animal se
lo llevó de rama en rama y bajó al otro lado, lejos de la orilla. El padre los
 siguió desesperado, y
los encontró cuando el animal soltó momentáneamente a su presa sobre
una gran piedra. El niño
se escapó y corrió en dirección a su padre quien, confiando en su puntería
invencible, tiró el machete
consiguiendo herir al gato en una pata delantera.  Éste lo miró, mientras
sus ojos brillaban como brasas 
 y desapareció en el verdor.
Los dos siguieron caminando por la selva hasta llegar al prado, en donde
se sentaron a descansar.
Estaban asustados, pero felices de estar juntos y a salvo. El padre pensaba
que nunca mas iba a tirar
 en saco roto lo que su mujer le decía.  “En fin, salimos de eso ya y lo podemos contar”,
concluyó
 para sí.  “El domingo voy a mandar a decir una misa de acción de gracias”.
Un rato después llegaron a la casa, cansados, mojados y temblorosos.
Entraron en la cocina y
encontraron a la esposa, con su cabello alborotado y su cotona multicolor,
poniéndose un ungüento
aromático en el brazo.
-¡Bruto! La próxima vez, mira bien a quién le tiras ese machete.
Y sus ojos, por una fracción de
eternidad, brillaron como las brasas del fogón al amanecer.



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